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El sedimento de las lecturas

El sedimento de las lecturas

Hace unos días mencioné aquella metáfora del Dr. Saibene acerca de que cuando uno lee mucho queda un “sedimento”. Y que si bien el lector no puede recordar todo lo que ha leído, algo imposible, en cambio permanece un fondo que él muy acertadamente llamó “sedimento”. Y eso constituye la base de la cultura.

Me ha ocurrido muchas veces que ideas, palabras, anécdotas, que yo creía eran propias, en realidad las había leído hace muchos años en algún libro y por lo tanto no me pertenecían, pertenecían a otro. Uno las asimila de tal manera que terminan pareciendo propias. Y esto está ocurriendo por estos días muy reiteradamente dado que desde hace unos pocos años me estoy dedicando a releer aquellos libros que más me han impresionado a lo largo de mi vida. La lista de los elegidos es, como se puede imaginar, muy numerosa. Pero, cada tanto encuentro esas coincidencias que yo creía equivocadamente que eran originales mías.

Un ejemplo. Siempre he recordado que cuando tenía veinte años me puse de novio con una chica de dieciséis. Era vecina del barrio, vivía casi enfrente de mi casa. No solamente era muy agraciada, sino muy inteligente, educada y estudiosa. Además tocaba muy bien el piano, entre otras habilidades (“casualmente” cuando yo llegaba a su casa estaba tocando a menudo “El hombre que amo” de George Gershwin). Un encanto de muchacha. Posteriormente hizo una brillante carrera y hasta escribió algunos libros que, por supuesto, poseo. Era hija única, mimada por sus padres y nunca había tenido novio. Las relaciones comenzaron a desarrollarse, yo la visitaba asiduamente en su casa donde era muy bien recibido. Hasta que poco a poco comencé a sentirme atrapado por los acontecimientos. Me asustaba la responsabilidad, el compromiso, la obligación, y no me sentía preparado para aceptar una situación tan formal. Así que comencé a concebir la idea de no seguir adelante con la relación. Pero, al mismo tiempo pensaba en el dolor que iba a causar a la chica que parecía muy ilusionada con todo el asunto. Di vueltas y vueltas y no me resolvía a romper el vínculo por la angustia que seguramente iba a causar a otra persona a la cual estimaba mucho. Hasta que preferí ser práctico. Me dije: “Si la dejo ahora esto será mejor que dejarla en el futuro cuando las cosas estarán más firmes y el dolor para ella será mayor. Por otra parte, dentro de un año probablemente no se acuerde más de mí”. Así fue que lo hice. Le dije que no podíamos seguir más con lo nuestro. Sufrió, pataleó, lloró, amenazó, rogó. Fui inflexible. El padre quería acuchillarme por hacer sufrir a su única hija. El entuerto duró aproximadamente un mes, al cabo del cual las cosas se aquietaron. Unos meses después ya tenía otro novio y se casó en el siguiente año con el mismo.

Entonces tenía razón mi pensamiento: dentro de un año ni se acordaría de mí. A través de toda mi vida tuve presente este razonamiento práctico y siempre pensé que había sido una muy buena idea de mi parte eso de que después de transcurrido un año todo habría pasado.

Hace exactamente dos años, en febrero de 2017, cincuenta y siete años después, me dispongo a releer “La vida del Dr. Samuel Johnson” de James Boswell. ¿Y qué descubro? Que esa idea era de Johnson, no mía, y que yo lo había olvidado completamente apropiándome de ella. Ante un importante problema que tenía Boswell, Johnson le dijo: “No se preocupe. Piense en lo insignificante que parecerá esto dentro de un año”.

Como todos los libros que tengo tienen la fecha que lo compré y por lo tanto leí de inmediato, miré la fecha y comprobé que lo había comprado el 29 de setiembre de 1960, es decir, durante aquellos días en que decidí la ruptura con la vecinita. ¿Cuántas palabras, ideas o hechos que creemos son nuestros son en realidad de otras personas a las cuales leemos? Los asimilamos tanto que al final creemos que son propios. Son parte del “sedimento”. A la prueba me remito. Pero, hay más. Otro día les contaré.

Prof. Carlos A. Canta Yoy

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