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Pongamos punto final a la hipocresía demagogica

Pongamos punto final a la hipocresía demagogica

Los productores agropecuarios argentinos lo hicieron de nuevo: Pusieron a disposición del país la cosecha más grande de la historia, consecuencia pura y exclusiva de su tesón y capacidad de sobreponerse a la adversidad, con una profunda vocación por el cuidado del medio ambiente en un contexto de producción sustentable.

Sin embargo, y a pesar de semejante logro, no se sienten cómodos en el papel de salvadores económicos de una Argentina que está sumida en una crisis profunda de incertidumbre política y financiera, dividida y lacerada por un índice de pobreza que golpea a más de un tercio de sus habitantes. Esta Argentina de las contradicciones, que produce comida para más de 400 millones de personas pero cuyos dirigentes no encuentran el modo de alimentar a la totalidad de su población. Los productores no pueden sentirse cómodos desempeñando el papel de mesías bajo las reglas de juego que les imponen para llevar adelante su actividad: cambio permanente de pautas económicas, presión fiscal asfixiante, tasas de interés usurarias, inflación indomable, dólar artificialmente atrasado, retenciones a las exportaciones y un largo etcétera que nos transporta a tiempos aún cercanos, pero pasados, que creíamos definitivamente superados.

En ese contexto, el Gobierno Nacional y buena parte de la sociedad ponen sus ojos en una producción agropecuaria salvadora, en un ciclo en el que el único aliado que tuvo el campo fue el clima. Porque ¿Quién se acordó el año pasado de tantos productores agropecuarios golpeados por la sequía más tremenda del último medio siglo? Cuando miramos a un lado, en busca de algún apoyo que nos permitiera continuar en actividad, fuimos remitidos al Banco Nación, banco de fomento de la producción, adonde nos atendieron con tasas de refinanciamiento superiores al 60%, obviamente incompatibles con cualquier actividad productiva lícita.

Menos aún parece sencillo sentirse cómodos debiendo desempeñar el papel de salvadores de un país que, en virtud del proyecto de reformas del Código Penal impulsado por el Poder Ejecutivo y que ya fue girado al Senado de la Nación, pretende equiparar las penas que eventualmente pudieran corresponderles a sus productores con las que les caben a ladrones, violadores o asesinos seriales.

Sin ánimo de defender ni reivindicar a ningún productor que no sea capaz de aplicar las Buenas Prácticas Agropecuarias para asegurar un sistema productivo sustentable y respetuoso de la salud de toda la población, cabe preguntarse si es cuerdo suponer que alguien esté dispuesto a arriesgar su capital, su trabajo, su tiempo, su futuro, y eventualmente su libertad, para producir los alimentos y energía que el país le pide a gritos, bajo el estricto cumplimiento de todo el marco legal e impositivo vigente, y aun así quedar expuesto a una cacería de brujas por parte de algún fiscal que, en estricto cumplimiento de su deber, pero impregnado de un halo ideológico anti-campo (Tan común en la década pasada), considere, por ejemplo, que las aplicaciones de productos fitosanitarios que realiza en su explotación, constituyen un mecanismo de contaminación ambiental. O que pueda ser encarcelado, acusado de propagar organismos genéticamente modificados que alguien suponga que pueden provocar daños a la salud o al ambiente, cuando en realidad sólo está produciendo el maíz que su patria le reclama. ¿Es razonable que un productor de carne o leche pueda ser acusado de cometer delitos contra la biodiversidad por llevar adelante su actividad productiva legal? Aparece muy difuso el límite entre lo legal y lo condenable, en una zona gris en la que un determinado posicionamiento ideológico puede conducir a decisiones profundamente equivocadas. Imaginemos las penas que pueden caer sobre un productor que lleve adelante su actividad en una provincia que no cuente con un mapa de ordenamiento territorial de bosques nativos actualizado y sincerado con lo que en verdad muestra el ambiente.

No es casualidad que los capitales huyan de un país cuyos dirigentes ni siquiera están dispuestos a brindar seguridad jurídica a quien invierte, a quien genera puestos de trabajo, a quien provee divisas genuinas al tiempo que cumple con la ley, en inferioridad de condiciones respecto de sus competidores.

La dirigencia política parece no estar a la altura de lo que necesita la Argentina.

Será por eso por lo que tantos compatriotas sólo elijen sentarse a esperar que les llegue su subsidio a cambio de ninguna contraprestación.

Alguien en este país debe dedicarse a producir, y a ese alguien habría que apoyarlo, motivarlo, cuidarlo y, de tanto en tanto, darle algún tipo de reconocimiento por su actitud patriótica.

Pero parece que, nuevamente, se pretende recurrir al método remanido, demagógico y fracasado de perseguirlo y castigarlo.

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